Ricardo era guapo. Ricardo era excesivamente guapo. Diríase
que era hasta bello. Los eruditos en la materia, caso de existir, hablarían de
perfección. Sus rasgos, un conjunto poco coincidente de características
peculiares elegidas por la
Naturaleza con exquisita delicadeza, realzaban una
personalidad… de lo más tonta. Porque Ricardo era tonto. Ricardo era muy tonto.
Diríase que no había hombre más tonto en, al menos, miles de kilómetros a la
redonda.
Lo más absurdo era que Ricardo no conocía su tontuna.
Ya después de mucho tiempo y solo habiendo Ricardo observado
la escasez de miradas cruzadas con la suya durante su habitual paseo
vespertino, cayó un buen día Ricardo en la cuenta obvia: su belleza se había
esfumado.
Él que siempre había confiado sus actos a su presencia. Él
que nunca tuvo problemas para dejar huella tras de sí… Ahora era uno más en la
concurrida y céntrica calle de una capital más. Formaba parte de lo que
llamaban “gente común”.
Pero Ricardo no se conformaba. Casi ahogado, sudoroso y con
el traje algo arrugado, subió sin descanso los cuarenta y siete peldaños que
separaban el portal de la calle de sus ciento quince metros cuadrados de
apartamento. Dejando las llaves puestas y la puerta abierta hasta atrás, sin
hacer caso alguno del golpe que ésta acababa de dar en la pared estampada del
hall, llevó a cabo su único pensamiento, su obsesión: mirarse al espejo. Ciertamente, el espejo no mintió, aunque sí defraudó. Ricardo
continuaba siendo guapo, aunque menos que ayer.
Ya solo me queda la tontuna, -pensó Ricardo consciente por primera vez del poco valor de su presencia-, y, arreglándose
unas disimuladas arrugas de la solapa, regresó deshaciendo sus pasos a la misma
calle por la que se perdió.
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