Tan altas, tan brillantes, titilaban en la oscuridad de las
noches sin luna, las estrellas me habían hecho compañía durante todos los años
de mi vida. Desde niña me había gustado mirarlas. Había soñado poder tocarlas.
Soñaba subir por una larguísima escalera de oro y robar una. Ilusa… Pero ahí
seguían. Nadie había conseguido robar ni una siquiera. Brillaban con un retraso
de millones de años luz, pero brillaban. Su fulgor me hacía no pestañear
siquiera mientras repasaba todas las noches, que ahora me parecían infinitas,
en las que me había quedado dormida mirándolas. Tumbada en mi cama, con la
almohada doblada aplastando mi oreja, mi ventana abierta en verano me abría la
vista siempre al cielo abierto de las noches estrelladas. Ellas siempre estaban
allí. Habían conocido mis más escondidos secretos de adolescencia. También habían
escuchado mis pesares de mujer infeliz con algunos años más. Sin embargo, era
ahora y solo ahora cuando comenzaba a notar el peso de aquellos astros. Pesaban.
Me recordaban todo lo que ya pasó, un montón de años más o menos vividos, otro
montón de experiencias y episodios de mi vida. Pero sobretodo me pesaban en los
párpados, que ahora se cerraban (al fín) por el peso de la edad. Siempre supe
que acabaría así. Siempre quise que así fuera. No hay mejor forma de morir que
la elegida. Morir viendo las estrellas. Si tan solo pudiera ver una estrella
fugaz más…
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