Como cada año, Rosa preparó la mesa con esmero: alisó las
arrugas del mantel rojo para que la estrella de Navidad tuviera las cinco
puntas bien estiradas, colocó los platos de forma perfectamente alineada y en
distancia sincronizada a los cubiertos, brillantes y tan nuevos como el primer
día, encendió las tres velitas blancas en el centro de la mesa y, cerrando los
ojos, evocó un año más la imagen del hombre que había hecho cobrar sentido a
unas fechas tan vacías hasta entonces. La última imagen de él aún flotaba en su
recuerdo mientras dirigiéndose a la cocina pudo olfatear que la sopa estaba ya
en su punto. Sirviendo dos platos, se aventuró a llevarlos a la mesa de un solo
viaje… aún sabiendo que él no estaba allí y que su silla permanecía vacía, a
Rosa aún le parecía estar escuchando su voz cuya reprimenda se le antojaba
ahora entrañable. Llevar dos platos con sopa no era una proeza sino una
insensatez. Sin embargo, Rosa vivía al límite en los detalles más rutinarios y
sencillos de la vida. Le echaba tres cucharadas de azúcar a su café, se
levantaba siempre diez minutos más tarde de lo debido, andaba descalza en pleno
invierno e innumerables descuidos más que ella ni siquiera quería admitir, al
menos de forma consciente.
Se sentó frente a aquella silla vacía y, deseándole Feliz
Navidad, se puso a tomar su sopa mientras una lágrima solitaria y amarga
resbalaba por su mejilla.