Mi primera impresión al llegar, bien entrada la noche y con
unos cuantos de cientos de kilómetros a mis espaldas, fue de ciudad fantasma.
Cierras los ojos y oyes silencio. Lo oyes, lo sientes y lo masticas. Lo saboreas. Te embriagas con su densidad… El arrullo de las olas como sonido contínuo en el fondo de todo escenario cautiva tu ser. Sientes la paz. Te sientes tranquilo. Lejos quedan las luces, el tráfico, los gentíos, las prisas. Tan solo te apetece pasear y cuanto más cerca del mar, mejor.
En La Manga eso es posible
siempre, porque si miras a un lado tienes el Mar Mediterráneo y al otro el Mar
Menor. No tienes más que girar la vista. Separados en ocasiones por unos
escasos metros cuesta muchas veces mirar al horizonte y encontrar la línea que
separa el cielo del mar. 21 Kms de cordón litoral cuyo extremo más natural se
llama Veneziola por su similitud de canales a la archiconocida ciudad italiana.
Fue precisamente en Veneziola (lo cuento a modo de anécdota) donde sentí
verdadero vértigo al subir con el coche por El Puente de la Risa , con una subida de miedo
y una bajada igual, de las de subir con carrerilla que se suele decir…
Y qué podría decir de la gente que nos hemos podido
encontrar y conocer en tal rincón del mundo… El dueño del Restaurante Italiano
que nos hizo los mejores canelones artesanos o Marta, la dueña de la Tetería de las Hadas…
Compramos
barritas de incienso de olores diferentes y salimos de nuestra merienda allí
con la sensación de haber descubierto un sitio idílico al margen de la común
realidad. Me he prometido volver.
Salí apenada de La Manga.
He aprendido a encontrar el secreto de lugares inesperados,
redescubriendo que en cualquier rincón de este mundo, y en ocasiones donde
menos te lo esperas, es posible hacer más grande tu espíritu.
Qué bien!!!, gracias por compartir tu experiencia. Besos
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