Salíamos de mi pueblo con un sol de justicia, más por lo justo que era ver el sol después de dos semanas lloviendo casi sin tregua que por lo ardiente de éste, pero al llegar a Guadalupe las nubes tapaban el deseado astro. Apenas enfilábamos el último tramo de carretera para entrar en el pueblo cuando se nos cruzó el primero de ellos:
- Irá vacío - dije yo.
- No. Lleva huésped - dijo Sergio - ¡Lagarto, lagarto! - añadió, cruzando sus índices, mientras soltaba peligrosamente el volante.
Sin darle mayor importancia, dispusimos del día paseando por las calles de Guadalupe, admirando de nuevo la preciosa fachada del Monasterio, ojeando botijos y asientos de corcho en las tiendas de recuerdos, intentando hacer alguna foto (sin demasiado éxito, por cierto) y decidiendo dónde comer con dos perros sin pasar frío.
Transcurrido el día, o parte de él, decidimos volver. Las nubes comenzaban a aparecer por encima del monasterio y todo apuntaba a una inminente tormenta, así que nos dimos prisa por regresar al coche, aparcado algo lejos.
Ya en carretera, de regreso, nos pilló la tormenta. Fue de esas en las que cae agua sin medida mientras un sol burlón intenta abrirse paso entre la espesa cortina de agua. El segundo coche fúnebre nos seguía de cerca. Digo el segundo aunque... bien podía ser el mismo que el primero. Quién sabe.
Más de cincuenta kilómetros nos separaban de llegar a nuestro destino, así que, aminorando la marcha intencionadamente, forzamos que tan funesto vehículo nos adelantara, como así sucedió.
Libres al fin del mal augurio, decidimos (¡inconscientes!) hacer una parada en Logrosán: habíamos oído hablar de la casa encantada y queríamos verla. Curiosidad mal sana. Sin embargo, no la encontramos y desistimos de buscarla. Proseguimos nuestro camino.
El día no estaba saliendo como esperábamos, así que antes de llegar a casa, hicimos otra nueva parada en el camino, esta vez en uno privado que no llevaba más que a una finca también privada y en el que tuvimos que dar la vuelta como pudimos, entre barro y charcos. Hasta la vaca que pastaba allí tranquilamente huyó despavorida al escuchar nuestros muuuuuuuuuus de reclamo. Realmente el día no estaba saliendo demasiado bien...
Entramos en nuestro pueblo. ¿Qué encontramos nada más entrar? El tercer coche fúnebre (era el mismo, ahora estoy segura).
- Lagarto, lagarto...
Al día siguiente (es decir, hoy), saliendo de nuevo con el coche del pueblo, el cuarto coche de Pompas Fúnebres nos alcanzó. La mirada fija de Sergio en el espejo retrovisor era una mezcla entre asombro y pavor, aunque algo más de andar por casa.
Domingo siniestro. Y creedme... la historia ha sido real.