Luisa sabía que nadie la creería jamás. Sin embargo, aquella noche, una más de tantas antes, alzando su mirada a la oscuridad, volvió a ver otra estrella pasar. Irremediablemente, siempre que aquello pasaba y no porque pasara a menudo dejaba de ser así, su corazón dio un vuelco, haciéndose pequeñito y grande en un par de segundos. Sabía que nunca podía preveer aquel momento y no debía premeditar tampoco qué deseo elegiría para ello. Había probado antes en preparar el deseo perfecto en su mente, memorizándolo durante días hasta llegar a poder formularlo en el justo momento de ver la estrella fugaz... pero nunca funcionaba.
Los deseos solo acababan cumpliéndose cuando nacían en el momento, cuando salían de forma innata desde lo más profundo de su ser. Solo entonces eran verdaderos deseos y no simples caprichos.
A sus 35 años seguía formulando deseos a las estrellas fugaces. Jamás dejaría de hacerlo, porque Luisa conocía el poder de los astros, el poder de la intuición, el poder de los deseos.
Cuanto más negra se ponía la noche, más titilaban las estrellas. Decenas de constelaciones hacían corro para presenciar un nuevo deseo lanzado al aire por todas aquellas personas cuyos ojos se iluminaban con algo llamado ilusión.
Una estrella caía y mientras lo hacía... Luisa sonrió.
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