jueves, 3 de octubre de 2013

Retrato de una buena hija

Era mediodía. El sol, alto ya sobre las nubes, empezaba a calentar. Sin embargo nada parecía calentar los fríos pensamientos de Eva. Ensimismada, su mente oscilaba a través de raros pensamientos que se entremezclaban a un mismo nivel mental y casi se podría decir que temporal, a pesar de saber que así no era, momentos vividos el día anterior con preguntas interiores dirigidas a saber quiénes somos y de dónde venimos. Típico quizás pero ya nada era igual. Al menos no como otras veces. Ni siquiera anoche cuando se metió en su cama, ya nada era igual. Algo, en algún momento de esa rara tarde vivida tan solo unas horas antes, lo había cambiado.


De pronto se detuvo. Miró sus pies que parecían haberse detenido sin una orden previa de su cabeza. Vio la hierba alrededor de sus viejas deportivas. Alzó la vista, paseándola por los árboles que tan lejos parecían esperarla, observó las nubes. Y por un instante llegó a mirar el sol, justo un instante, el que su vista le permitió antes de cegarse. Tenía la mente en blanco. Los viajeros pensamientos que hacía unos minutos no la dejaban apreciar su alrededor habían desaparecido. Ahora se daba cuenta. Estaba sola. No había nadie a su alrededor. No había nada a su alrededor. Nada salvo eso, la hierba, los árboles, las nubes, el sol. No había nada en su cabeza. Incluso el cosquilleo que hace un rato empezaba a parecerle molesto en la nuca, había desaparecido. Ahora había calma. Demasiada. Ella quería pensar. Eva necesitaba pensar. Sentía una necesidad imperiosa de aclarar sus sentimientos. Sentía que debía tomar una decisión, pero no tenía clara cuál. Ni siquiera tenía claro el indicio por el que empezar a pensar hacía dónde dirigirse.

Profundo el pensamiento… nunca sabes hacia dónde te lleva. Puedes estar horas queriendo organizar tus ideas, todas mezcladas aparentemente sin orden ni concierto, para tras desistir, darte cuenta que la idea surge sola. Que el pensamiento es libre, que tiene vida propia tal vez. Que realmente la bombillita que se ilumina de repente, existe.

Eva tuvo el interruptor en apagado demasiado tiempo. Hasta ayer. Incluso le pareció escuchar un pequeño chasquido en su cabeza al encenderse la bombilla. Quizás por eso el cosquilleo en la nuca. Quizás exageraba. Pero algo pasó por su cabeza. Una idea loca, una idea que la hizo coger su coche esta mañana y conducir hasta aquel rincón donde no había nada. Ni nadie. Tan sólo hierba, árboles, nubes y sol. 

Eva no era capaz de recordar. Cualesquiera que fuera esa idea que encendió su bombilla, no estaba allí. Desde luego aquel paraje era idílico, pero no para esta ocasión. Ahora debía volver y reanudar todo lo que quedó pendiente antes de … antes de reencontrarse con su fallecida madre.

Parecía increíble, un recuerdo tan lejano, algo olvidado tal vez. Aquella tarde en la que Eva llegó a casa y se encontró a su hermano llorando. Él, que nunca lloraba. El hombre de hierro. El hombre de humor frío. El hombre distante que nunca acudía a las fiestas de cumpleaños. Aquél que la llamaba una vez al mes para saber cómo le iba. Lloraba. Rato después Eva también lloraba. Las lágrimas frías que corren solo cuando alguien muere. Se diferencian rápido del resto porque no contienen más que recuerdos ya perdidos, irrecuperables y dolorosos. Ya no habría más visitas médicas. Ya no habría más ingresos hospitalarios. Ella no había avisado. Por la mañana la dejó peinándose, siempre coqueta, siempre mostrando su faceta de mujer valerosa, de mujer perfecta. Incluso en su enfermedad. Pero ya no se peinaba. No se peinaría más. Ya no estaba. Y ahora lloraba.

Pero algo se estremeció en las entrañas de Eva ayer. Ver de nuevo su cara. Ver sus ojos hundidos en esa sombra marrón que oscurecía tanto la mirada. Ver de nuevo ese peinado. Su forma de andar, como si nada hubiera cambiado. Las muletas no parecían las mismas pero sí su forma de agarrarlas, tan peculiar, tan suya, tan segura. Segura estaba Eva de haberla visto. Pero su mente, su corazón y sus ojos no se ponían de acuerdo. Era ella. Pero no podía ser ella. Había quedado en ser buena hija. Una buena hija mantiene la costumbre. Una buena hija tiene la habitación preparada para el regreso de una madre. Una buena hija tiene siempre perfecta la cama sin arrugas, para que cuando su madre regrese del hospital pueda encontrarse de nuevo en casa. Y así había pasado Eva los últimos cuatro años. En su casa museo. Esperando ver de nuevo ese peine deslizándose por unos cabellos ya lacios y sin brillo pero llenos de toda la dignidad que dan los años. Eva había mantenido la costumbre. Encendía cada día la lamparita de la mesita color caoba y la dejaba encendida largo rato hasta que en el reloj de la vecina sonaban las once. Eva preparaba la manzanilla cada tarde a las seis y media. Eva seguía comprando aquel jabón en pastilla que tanto le gustaba a ella. Eva la había visto. Era ella. Era ella, no cabía duda.

Si su madre se había ido, por qué seguía ella tantas costumbres absurdas. Sólo podía creérselo cuando tenía que apagar la lamparita ya caliente. Cada noche se le seguía haciendo raro apagar ese interruptor y no oír al hacerlo una voz susurrando buenas noches.

Demasiadas noches haciendo lo mismo. Pero antes la voz era real. Hacía años que ya no. Desde que vio a su hermano aquella tarde.

Y esas nubes que apenas entorpecían hace ni una hora la deslumbrante luz del sol, ahora se tornaban grises. Conducía con su bombilla encendida por encima de su cabeza. Eva lo había comprendido. Le había costado una tarde entera caminando por la avenida detrás de una señora que apenas andaba diez pasos seguidos sin pararse a dejar descansar sus muletas. Le había costado un café en el bar de la otra esquina, el del escaparate abierto, sin quitar el ojo de encima a un banco marrón astillado que quedaba a escasos quince metros. Le había costado cuatro años. Comprender que ella no estaba. Que aquella señora era solo eso, una señora. Que ella no se peinaría más y que no le daría las buenas noches. Cuatro años para entender lo que otro, su hermano sin ir más lejos, hubiera entendido en cuatro días. Pero ella no. Había quedado su mente suspendida en una situación de atemporalidad, donde no pasaba el tiempo, donde los días no transcurrían. Nada había sucedido a su alrededor. Eva lo había impedido. Pero esa bombilla encima de su cabeza la iluminaba. A pesar de los cada vez más negros nubarrones que guiaban su regreso a la casa, la bombilla brillaba con más ímpetu cada minuto. 

Recordó hace dos años, cuando la llamaron los antiguos compañeros de carrera. Eva no estaba. Sí estaba pero no podía estar. Su mente continuaba atrapada. Recordó el año pasado al terminar el verano. Su encuentro con Lucía. Años sin verla y tan poco que contar. Lucía había creado una empresa. No le iba mal. Su marido le ayudaba con el transporte. Porque Lucía se había casado. Ya no vivía en la ciudad. Ahora tenía una casita junto al Valle. Lucía la invitó aquel fin de semana. Eva no podía estar. Su mente seguía vacía.

Recordó tantos momentos no hallados. Recordó tantos momentos olvidados. Tal vez perdidos. Tal vez solo aplazados. Recordó la edad que tenía. La había siquiera olvidado. Eran tantos los vacíos y tan poco los pensamientos atados… porque los pensamientos, algunos, se atan, se cierran, se aclaran por fin, pero únicamente cuando llega el momento, si es que llega.

Ni siquiera había podido contárselo a nadie. Si alguien, a su edad, se proclama vacía por una ausencia, en seguida salen los defensores de la modernidad. Defensores del viva usted la vida y deje atrás los malos recuerdos. Eva no podía reconocer que su mente estaba atrapada en el vacío y su vida en la costumbre. Difunta costumbre, aunque hasta ayer no lo quisiera reconocer. 

Ya nada era igual. Aquella señora era eso, una señora. No era ella. Pero Eva sí era Eva. Lo había sido desde siempre. Nunca dejó de serlo. Tan solo se suspendió por un tiempo. Ahora había vuelto. Ya nunca más se iría. 

Y mientras llovía, el agua limpiaba no solo los parabrisas de su coche. De forma extraña, el agua hoy es limpia. Me limpia los cristales y me limpia la visión. Ya no hablo en pasado. Ya no “era Eva” sino yo. A partir de hoy mi vida comienza. Sin olvidar nada, porque simplemente no quiero. Pero hoy llamaré a mi hermano. Y le diré que no me creo que no llore alguna noche todavía. Le diré que le echo de menos. Llamaré a Lucía. Voy a hacer la maleta. Con calma, eso sí. Pero dentro de unos días, esta lluvia habrá limpiado bien todas las oscuridades y habrá dado paso al sol. El que hace un rato me cegó. El que mañana me guiará hacia un nuevo hoy. Porque cada día sale… o eso dicen. Llevo años sin fijarme. Pero mañana veré amanecer. Necesito verlo para saber que sale, para por fin darme cuenta que cada noche pare un día. Yo soy Eva. Ya no seré más ella. Ahora soy yo. Quizás siempre lo fui. Mañana lo seré con más fuerza. 

Gracias señora. Usted ha sido mi bombilla sin saberlo. Mañana le dedicaré mi amanecer. Gracias vida por esperarme. No te voy a defraudar. Ya no.


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